Yo fui un ministro de Stalin

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Ahora que parece que puede haber un gobierno con ministros a la izquierda del PSOE es buen momento para revisar los escritos de uno de los dos ministros comunistas que en España han sido: Jesús Hernández Tomás (1907-1971), que formó parte de los gobiernos de Largo Caballero y Negrín al mismo tiempo que Vicente Uribe (1902-1961), en plena guerra civil.

Debe tenerse en cuenta que el libro Yo fui un ministro de Stalin fue publicado en 1953 y que en 1944 Hernández ya había sido expulsado del Partido Comunista de España. Ofrece una interesante perspectiva de muchos aspectos del periodo bélico, empezando por las elecciones de febrero de 1936 en las que, según un pequeño detalle trivial que descubro en la primera página, el escrutinio empezó a las seis de la tarde. Entre los principales temas están el de la caída del gobierno de Largo Caballero en mayo de 1937, la persecución contra el POUM y cómo se produjo el hundimiento de la zona centro-sur tras el golpe de Casado y sobre todo el papel que la dirección del PCE y los agentes soviéticos desempeñaron en todos estos asuntos.

Selecciono un par de párrafos que me interesan . Es el primero la recreación de una conversación de Hernández con el secretario general  del partido, José Díaz, que resulta curiosa desde la perspectiva de la evolución del pensamiento político izquierdista en relación al problema de España. De aquí salió el folleto de Hernández El orgullo de sentirnos españoles, a cuyo contenido atribuyo la capacidad de incomodar a la militancia comunista o podemita actual más que la descripción detallada de los crímenes estalinistas.

—¿Qué te parece si comenzamos a desplegar una campaña, hábilmente desarrollada, tendiente a despertar en nuestro Partido un sentimiento de orgullo por todo lo español? —me preguntó Díaz.
La mirada de Díaz se había animado. De sus ojos negros se desprendía ahora un reflejo de malicia y de contento. Su ocurrencia le animaba. Prosiguió:
—… Si logramos encender la llama del entusiasmo por lo español, por nuestras costumbres, nuestras glorias, nuestros guerreros, por nuestras tradiciones, será más fácil llevar al Partido hacia una política auténticamente nacional, que en caso necesario, comprenda nuestra posición.
—Me parece excelente la idea.
—Tú debes abrir el fuego —dijo.
—¿Cómo?
—Preparando una serie de artículos en los que exaltes desde el Cid a los Reyes Católicos, desde Numancia a las Germanías, desde los Comuneros al Alcalde de Móstoles. Habla de nuestras glorias y grandezas, de España madre de pueblos, de conquistadores y misioneros, de genios de las letras, de la pintura, de la ciencia. Habla de todo y de todos, desde Viriato a los heroicos milicianos del Cuartel de la Montaña… De todo lo que se te ocurra, pero exalta lo español, despierta entre los comunistas el orgullo de ser español.
El entusiasmo de Díaz crecía con sus propias ideas.
—…Habla con Mije. Dile que el Comisariado de Guerra transmita instrucciones a todas las unidades para que los periódicos y alocuciones de los comisarios sigan esta línea. Nuestras Divisiones —agregó— cantan canciones con música de himnos soviéticos. Que acaben con eso. Que canten con música española, aunque sea de zarzuela. Desde el Agit-Prop del Partido debes tomar inmediatamente medidas para que nuestros camaradas desplieguen una intensa campaña en todas las fábricas de producción de guerra, dando a entender que agradecemos los auxilios de los demás, pero que, en definitiva, todo dependerá de nuestro esfuerzo.
Observaba un poco admirado a Díaz. Debió de comprenderlo, pues me dijo:
—Te asombra oírme hablar así ¿no?
—Me asombra y me entusiasma. ¡Ojalá podamos hacer vibrar a nuestra gente en esta misma pasión!
—De ti va a depender mucho —indicó.
—Por mí no ha de quedar —declaré.
—¡Es increíble! Tener que comenzar a conspirar en nuestro propio Partido y en nuestro propio país para poder hacer una política nacional —comentó Díaz.

El tema principal del libro es la intromisión soviética en España, que puede entreverse en todos los demás asuntos. Uno muy interesante son las relaciones entre los dirigentes comunistas españoles, también mediada en gran medida por Moscú. De José Díaz se suele escribir simplificando que a pesar de ostentar el cargo orgánico teóricamente superior no tuvo demasiado protagonismo durante la guerra debido a sus problemas de salud (se acabó suicidando en Tiflis en 1942 aquejado del dolor de un cáncer estomacal). Sin embargo en política siempre hay algo más en la zona en que lo ideológico se entremezcla con lo personal. Aqui sobre Pasionaria:

Comprendiendo Antón lo inestable de su situación, buscó la manera de afianzarse en un puesto de dirección del Partido. Y dio en la flor de enamorar a Pasionaria. Pasionaria le defendería. Pasionaria intrigaría cerca de la delegación soviética para sostenerle a él. Y no se equivocó. Pasionaria olvidó que era la mujer de un minero; se olvidó de que tenía dos hijos con tantos años como su amante; olvidó que su esposo, Julián Ruiz, se batía en los frentes del norte; olvidó el decoro y el pudor; se olvidó de sus años y de sus canas y se amancebó con Antón sin importarle la indignación de cuantos sabían y conocían sus ilícitas relaciones. Togliatti, Codovila y Stepanov —que ya preparaban a Pasionaria para heredar en vida a Díaz— complacieron a ésta. Antón dejó de ser comisario del frente de Madrid, pero pasó a dirigir la Comisión político-militar del Partido. José Díaz había dicho a Pasionaria:

—«Me tienen sin cuidado tus asuntos privados, pero ya que tengo que ser forzosamente alcahuete de tus amoríos (pues si el hecho trasciende se vendría al suelo todo tu prestigio, y tu nombre lo hemos convertido  en bandera moral y de ejemplo de mujeres revolucionarias), debes saber que todo el aprecio que tengo por Julián lo siento de desprecio por Antón».

Era la de Pasionaria una de esas pasiones seniles que en su desenfreno saltan sobre toda clase de obstáculos y que a ella habría de llevarla hasta el sacrificio de su propio hijo. Rubén Ruiz, capitán del Ejército Rojo, se haría matar en la U. R. S. S. para huir de la vergüenza de ver a su padre comido de piojos y muerto de hambre en una fábrica de Rostov y a quien, además, no le permitieron visitar por prohibición expresa de su madre, mientras veía a Antón vivir espléndidamente y pasearse por Moscú en el automóvil de su madre. Esa pasión provecta, insana, que motivaría también la muerte de Julián en medio de la más negra desesperación y maldiciendo el nombre de Pasionaria y de Stalin, esa pasión era un odio inextinguible contra José Díaz, que le había escupido su desprecio en plena cara.

La ruptura sentimental de Pasionaria y Antón tiene luego rasgos de crueldad inusitada. Es curioso como la mujer ha acabado ocupando un espacio de santa laica de la memoria histórica que da nombre a calles y plazas en Vasconia y por toda España cuando tiene actuaciones más que discutibles en el plano politico y en el moral (en cambio los ministros Hernández y Uribe son dos vizcaínos olvidados en términos memorialísticos en un espacio geográfico e ideológico en el que hay más casos, como Óscar Pérez Solís, con una biografía  más que reseñable.

También y dada las circunstancias actuales me interesa un párrafo en el que se trata la capacidad de sembrar cizaña entre los socialistas que el PCE tuvo durante la guerra. Esto condicionó la división en facciones y la práctica desaparición del venerable partido obrero durante los años cuarenta, lo obliteración de Negrín de la historia oficial del PSOE hasta tiempos muy recientes y una desconfianza mutua que no estoy seguro de que se haya superado, aunque estaré atento a los acontecimientos. El PSOE que salió de Suresnes lo tenía muy claro, el sanchista no lo sé.

Si nos proponíamos demostrar que Largo Caballero, o Prieto, o Azaña, o Durruti, eran responsables de nuestras derrotas, medio millón de hombres, decenas de periódicos, millones de manifiestos, cientos de oradores darían fe de la peligrosidad de estos ciudadanos con tal sistematización, ardor y constancia que, a los quince días, España entera tendría la idea, la sospecha y la convicción del aserto metidos entre ceja y ceja. Alguien ha dicho que una mentira, cuando la enuncia una persona, es simplemente una mentira; cuando la repiten millares de personas, se convierte en verdad dudosa; pero cuando la proclaman millones, adquiere categoría de verdad establecida. Es esto una técnica que Stalin y sus corifeos dominan a las mil maravillas.
Para nuestro combate político contábamos, además, con algo de que carecían las demás organizaciones: la disciplina, el concepto ciego sobre la obediencia, la sumisión absoluta al mandato jerárquico y el hombre de un solo libro… Ello generaba toda la energía de la acción cerrada, maciza, rectilínea, absoluta de los comunistas ante no importa quién ni qué.
¿Qué había frente a esta tromba granítica? ¡Helo aquí!: un partido socialista roto, dividido, fraccionado, laborando en tres direcciones divergentes; con tres hombres representativos: Prieto, Caballero y Besteiro, que luchaban entre sí, y a los que poco después se agregaría uno más: Negrín. Nosotros logramos sacar de sus suicidas antagonismos ventajas para arrimar el ascua a nuestra sardina. Y hoy apoyábamos a éste para luchar contra aquél, mañana cambiábamos los papeles dando un apoyo a la inversa, y hoy, mañana y siempre empujábamos a unos contra otros para que se destrozaran entre sí, juego que practicábamos a ojos vistas y no sin éxito. Así, para aniquilar a Francisco Largo Caballero nos apoyamos principalmente en Negrín y, en cierta medida, en Prieto; para acabar con Prieto utilizamos a Negrín y a otros destacados socialistas; y de haber continuado la guerra, no hubiéramos titubeado en aliarnos con el diablo para exterminar a Negrín cuando éste nos estorbase, o bien habríamosle invitado a tirarse de un balcón como más tarde harían los comunistas checoslovacos con Massarik. Es el destino de todos cuantos se alían con el engendro comunista de Stalin.

Como indiqué al principio el libro se escribió en 1953. El nombre de Santiago Carrillo no aparece ni una sola vez. Un efecto retrospectivo de la memoria histórica creada en la Transición es atribuirle a Carrillo un papel de mayor importancia en la guerra del que realmente tuvo.

Seguramente nada de lo que en este libro se indica tenga relevancia presente y aún y todo me resulta muy difícil sustraerme a la tentación de comparar.

1 Responses to Yo fui un ministro de Stalin

  1. […] quedaré con un aspecto parcial. La última vez que escribí algo en este espacio, tras leer lo escrito por Jesús Hernández Tomás en 1953 mencioné de pasada cómo, a diferencia de Pasionaria, Hernández y Uribe habían caído en el […]

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