«…y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde.»
Continuamos con la tercera serie de los Episodios Nacionales, escrita por Pérez Galdós entre 1898 y 1900. La séptima novela de la serie es Vergara. Es este el nombre de una localidad guipuzcoana que yo solía frecuentar pero hace muchos años que ya no.
Como la anterior emplea Galdós el género epistolar, aunque esta vez lo abandona por la mitad. En lo que iba leyendo me interrumpía para consultar las biografías que me iban pareciendo interesantes: Juan Zavala, Ros de Olano, Antonio Van Halen (que es distinto de Juan Van Halen, a quien leímos en otra ocasión) y José Antonio Muñagorri. También la de Lord John Hay, que me ha hecho gracia eso que dice el autor de que le llamaban Lorchón. Por el mapa sé que el fuerte que hay encima de Pasajes de San Juan lleva su nombre, aunque nunca he oído a nadie llamarlo así ni Lorchón ni nada parecido.
Gran ventaja el conocimiento geográfico de la patria chica para la ubicación espacial. Pequeña aparición de la lengua regional:
Silencio sepulcral. El Brigadier Iturbe, jefe de los guipuzcoanos, acudió a remediar con un pérfido expediente la desairada, angustiosa situación del Monarca. «Señor -le dijo-, es que no entienden el castellano». Y D. Carlos, tragando saliva, le ordenó que hiciera la pregunta en vascuence. Pero Iturbe, que era de los más comprometidos en la política marotista, formuló la pregunta con una alteración grave: ¿Paquia naidezute, mutillac? (¿Queréis la paz, muchachos?) Y con gran estruendo respondió toda la tropa: ¡Bai jauna! (Sí, señor.)
Creo que la mejor parte de este episodio nacional está casi el final y se concentra en los últimos capítulos. En el penúltimo, el 37, aparece el famoso abrazo de Vergara:
Era este un extenso campo a la salida de la villa, entre el río Deva y el camino de Plasencia. Allí formó muy de mañana el ejército de Espartero, y ante él fue desfilando la división castellana, con su jefe el General Urbistondo. Maroto, que parecía resucitado, a juzgar por la repentina transformación de su continente, que recobró su gallardía, así como el rostro la expresión confiada y el color sano, ocupó su puesto; al punto apareció con su brillante Estado Mayor el Duque de la Victoria, y recorridas las líneas, cautivando a todos con su marcial apostura y la serenidad y contento que en su rostro se reflejaban, mandó a sus soldados armar bayonetas; igual orden dio Maroto a los suyos. Espartero, con aquella voz incomparable que poseía la virtud de encender en los corazones la bravura, el amor, el entusiasmo y un noble espíritu de disciplina, pronunció una corta arenga perfectamente oída de un lado a otro de la formación, y terminó con estas memorables palabras: Abrazaos, hijos míos, como yo abrazo al General de los que fueron contrarios nuestros. Juntáronse los dos caballos; los dos jinetes, inclinando el cuerpo uno contra otro, se enlazaron en cordial apretón de brazos. Maroto no fue de los dos el menos expresivo en la efusión de aquella concordia sublime. En las filas, de punta a punta, resonó un alarido, que parecía explosión de llanto. No eran palabras ya, sino un lamento, el ¡ay! del hijo pródigo al ser recibido en el paterno hogar, el ¡ay! de los hermanos que se encuentran y reconocen después de larga ausencia. Era un despertar a la vida, a la razón. La guerra parecía un sueño, una estúpida pesadilla.
Se había dispuesto que las divisiones vizcaínas y guipuzcoana entrasen en el campo del convenio después de comenzado el acto, para que la solemnidad de este y su ternura influyesen en el ánimo de los reacios, y el efecto correspondió a lo que Espartero y Urbistondo con tanta habilidad y conocimiento del humano corazón habían dispuesto. Las tropas guiadas por La Torre como las conducidas por Iturbe, se vieron envueltas en la inmensa atmósfera de fraternidad que ya se había formado. Los corazones respondieron con unánime sentimiento. No podía ser de otro modo. La idea de unidad, de nacional grandeza, de moral parentesco entre todas las razas de la Península, ganó súbitamente los entendimientos de castellanos y éuskaros, y ya no hubo allí más que abrazos, lágrimas de emoción, gritos de alegría, aclamaciones a Espartero, a la Constitución, a Isabel II, a Maroto, a la Religión y a la Libertad juntamente, que también estas dos matronas se dieron de pechugones en aquel solemne día.
Y en el último, el 38, aparecen los últimos pasos en territorio español del pretendiente:
La que aún se llamaba Corte, el fracasado Rey y los fieles que le seguían continuaban en Elizondo sin saber dónde meterse ni por qué resquicios escurrir el bulto. Incansable, corrió allá Espartero; D. Carlos oyó el galopar de su caballo, y acercose más a la frontera. Allí quemó el absolutismo su postrer cartucho. El batallón cántabro, último en la fidelidad, primero en el valor, defendió con estoica bravura las posiciones de Urdax contra las fuerzas triplicadas que allí mandó el Duque de la Victoria. Batiéndose con desesperación, mártires de la fe del deber, los cántabros pudieron decir a su expugnador: morituri te salutant. Una columna de cazadores y una sección de tiradores de la Princesa, mandados por Zabala, dominaron el terreno, dando por terminada la acción, y con ella la guerra del Norte. Antes de que sonaran los últimos tiros, montaron a caballo el Rey, la Reina y demás personas de la familia y servidumbre, y a todo correr emprendían la fuga sin parar hasta Francia. Había entrado Carlos seis años antes por el mismo boquete de la frontera, siendo recibido por Zumalacárregui; se retiraba escoltado por algunos números de su guardia, solo, triste, más abatido que desengañado, sin ninguna gloria personal. La corona de la dignidad con que supo sobrellevar su destierro fue la única que poseyó en su vida.
Este proyecto va despacio pero prosigue.