Habiendo cumplido con el que acaso fuera el principal propósito de este viaje, el segundo día en Melilla nos levantamos para bajar al desayuno de las ocho (que era lo más temprano que se podía) y así poder usar el día con mayor aprovechamiento. Restauradas nuestras fuerzas, salimos en dirección contraria a la de la ciudad y llegamos por lo alto al cementerio de la Purísima Concepción, que como en tantos otros lugares queda oculto y algo retirado del núcleo urbano. En cambio, por la carretera de la alcazaba uno tiene una vista panorámica completa del camposanto en cuyas galerías uno puede aprehender aspectos muy importantes del primer tercio del siglo XX español. No es que tuviéramos previsto entrar, pero ya estando allí se nos ocurrió acercarnos a la parcela de la Legión y al Panteón de Héroes y una vez dentro leímos con interés las lápidas de los caídos de 1893, de 1909, de 1921 y de todos los años veinte y treinta, de todos los rincones de España, de todas las armas y de todas las guerras. Una visita aleccionadora para cualquiera y francamente necesaria para ciertos políticos españoles.
Volvimos hacia la ciudad por la calle del padre Lerchundi, donde entramos en fugaz contacto con la cuarta cultura de la ciudad a través de la vista exterior del poco aparente templo hindú, para poco después encontrarnos de nuevo con unas calles del ensanche modernista bastante vacías, cosa no especialmente sorprendente tratándose de un sábado por la mañana, y que no lo habría sido incluso si no hubiera coincidido con las festividades religiosas. De hecho, uno de los detalles que nos intrigaron fueron los graderíos instalados en la calle Juan Carlos I que, analizados en conjunción con los reposteros colgados de las farolas, parecieron indicarnos que habían sido colocados para el público de las procesiones. Tras observar varios de los notables edificios del art nouveau y el art déco con la luz de la mañana llegamos a la Comandancia General, en el extremo lejano y ancho del triangular parque Hernández, y de ahí salimos a hacer el recorrido que teníamos pensado inicialmente, que era toda la longitud del paseo marítimo hasta donde acaban España y esta ciudad por el sur, cerca de la playa de la Hípica.
Una vez llegados a terreno novedoso para mí y poco recordado para el patrón, paramos primero frente a la plaza que el mundo taurino conoce como «la mezquita del toreo» y un poco más adelante frente al museo egipcio cuya existencia había descubierto en mis investigaciones preliminares. Lamentablemente no se podía visitar sin cita previa y no estoy seguro de si no era esa una de las últimas consecuencias pandémicas. De allí seguimos por un enorme espacio urbanizado abierto y poco protegido del sol que después he sabido que se llama plaza de san Lorenzo. Atravesada la plaza, llegamos al paseo litoral para después cruzar el puente sobre el exangüe río de Oro.
Desde ese remedo de desembocadura hay un par de kilómetros a lo largo de tres o cuatro playas que en la práctica no dejan de ser la misma sólo que troceada por espigones. A pesar de la temperatura excelente y la brisa agradable era demasiado temprano para que hubiera más que uno o dos disidentes bañándose, pero sí que se dejaban ver individuos y grupos en plena caminata o haciendo su deporte a lo largo del paseo. En la playa de la Hípica pueden verse diferentes casetas de recreo que parecen pertenecer a distintas unidades militares, cada una de ellas identificada con la respectiva panoplia. Por último se llega a la escollera sobre la que se encuentra la valla que separa España de Marruecos. Al final de la misma está plantado el enorme cañón Elorza traído de las Chafarinas. Frente a este titán pasamos un rato, mirando a un lado las grúas del puerto de Melilla y por el otro el puerto más grande aún de Nador y más allá el Atalayón, que fue escenario de la guerra nuestra y donde hoy puede verse una urbanización de elegantes casas de golf.
Volvemos hacia la ciudad por detrás de las casetas, donde hay una enorme de la Legión, también sin actividad a esas horas, para tomar avenidas alejadas de la playa (Astilleros, Polavieja, Actor Tallaví) y acabar regresando a la plaza de España. Allí junto al banco de la visibilidad transexual (que es un curioso objeto en esta cuña de Occidente) se le ocurrió al jefe tomar un taxi para llegar a los Cortados de Aguadú, lugar remoto si algo puede serlo en el pequeñ0 término municipal de esta población y donde se encuentra la planta desaladora de agua. Al igual que el día anterior subimos por Cabrerizas y Rostrogordo para llegar casi al confín de la plaza. Relativamente cerca estaba el mirador del Barranco del Quemadero, al que no se puede acceder con vehículo, que ese ya sí que es el puro extremo norte de Melilla y queda para otra ocasión.
Tras un rato de recuerdos y fotografías el taxi nos devolvió al centro atravesando el bosque donde los melillenses hacen barbacoas y cuchipandas y luego por la carretera perimetral que es paralela a la mayor parte de la famosa valla, la cual lleva bastante tiempo sin actividad reseñable para los telediarios nacionales. El taxista era un bereber melillense y dijo que, aunque era duro pasar los días del Ramadán sin comer y sin beber ya estaba acostumbrado y que venía bien para bajar peso y también que prefería que Melilla siguiera siendo siempre española. Acabamos almorzando en uno de los pocos sitios abiertos en la calle Castelar. La mayoría de los comensales había hecho reserva de mesa, que debe de ser costumbre no sé si siempre o en estas festividades, así que casi tuvimos suerte de poder sentarnos a yantar.
Almuerzo
Tras un paseo por la ciudad y un té moruno en otro lado nos fuimos para Melilla la Vieja, que por quedar más cerca de la posada habíamos preferido dejar para la tarde. Así que tras atravesar la plaza de las Cuatro Culturas comenzó nuestra exploración de la parte más histórica.
La fortaleza de Melilla la Vieja es un mundo de cantería. Aunque querría jactarme de saber, ahora, qué es un hornabeque omitiré la descripción e incluso la mención del sinfín de puertas, fosos y baluartes que componen los cuatro recintos fortificados del promontorio en el que nació la ciudad castellana a finales del siglo XV y donde en siglos anteriores habían estado la Rusadir de los fenicios y algunos asentamientos bereberes e islámicos. Campamos a nuestras anchas por todos los rincones sin apenas ver ninguna gente y fisgando por sobre puentes levadizos y en garitas, aspilleras y demás elementos arquitectónicos y decorativos. En la plaza de Armas se preparaba algún tipo de concierto, pero fueron las visitas a sendos museos, el Etnográfico y el de Arquitectura e Historia de la ciudad, los momentos más interesantes y educativos de nuestra tarde.
También hubo tiempo de tomar un refresco en un chiringuito municipal en la plaza de Estopinán, frente a la antigua residencia del Gobernador, un edificio muy principal hoy carente de uso y desde donde puede verse la estatua del fundador de la ciudad en una plazuela aledaña que asoma a la ciudad junto a las banderas de todas las taifas españolas que ostentan la misma cualidad y categoría que este pueblo.
Nos llegamos después a la zona más alta de esta parte antigua y estuvimos caminando por el adarve que lleva al faro. Poco antes nos sorprendió que otro museo sirviera de ascensor y nos planteamos utilizarlo para descender al puerto, cosa que al final no hicimos ya que dimos la vuelta entera a la acrópolis, pasando por delante del museo histórico militar, que ya estaba cerrado y al que también nos planteamos volver al día siguiente (cosa que tampoco hicimos y que también contribuye al cúmulo de bellas razones por las que retornar algún día). Al final bajamos por los túneles por los que mi padre subía en lanróver tanto tiempo ha para así acabar en la zona portuaria, como el día anterior. Allí descubrimos adónde bajaba el ascensor del museo. Tras otro rato merodeando por el espacio que hay entre la plaza de España, la de las Culturas, la de los Héroes y el parque Hernández, compramos en un colmado unas botellas de agua para la noche y nos subimos para el hotel, dónde esta vez sí que vimos ponerse el sol desde el balcón. Creo que este fue el día en que el teléfono dijo que habíamos hecho treinta y tantos mil pasos y veintitantos kilómetros. Nada mal.
01.04.2023
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