Editorial Prometeo
Entre ayer y hoy he estado leyendo Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Vicente Blasco Ibáñez, que es un autor que no sé por qué no está más reconocido. Creo que esta es la única novela originalmente escrita en español que ha sido la más vendida en los EEUU en un año, concretamente en 1919. Compuesta en 1916 en París, la ciudad en la que se ha escrito más de una obra importante de la literatura en castellano y donde residía el arte en las primeras décadas del siglo XX, trata de la Gran Guerra desde la simpatía por el bando aliado.
Ahora bien, a mí me ha parecido más interesante la parte primera que tiene como escenario la Argentina y el patriarca de la estirpe que después se reparte entre alemanes y franceses: don Madariaga. Será que la biografía del hidalgo, conquistador, encomendero o el dueño de la hacienda tienen más conexión con la historia hispánica que la lucha en la frontera del Rin. Se conecta esa vida gauchesca con todas estas trovas que he escuchado de Yupanqui, Cafrune y Larralde a lo largo de los años. Las décadas felices en que la Argentina fue tierra de promisión para gentes que llegaban de Europa a prosperar, libres de las ataduras del viejo mundo.
—Fíjate, gabacho—decía, espantando con los chorros de humo de su cigarro á los mosquitos que volteaban en torno de él—. Yo soy español, tú francés, Karl es alemán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayudante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de la cocina, unas son del país, otras gallegas ó italianas, y entre los peones los hay de todas castas y leyes… ¡Y todos vivimos en paz! En Europa tal vez nos habríamos golpeado á estas horas; pero aquí todos amigos.
Y se deleitaba escuchando las músicas de los trabajadores: lamentos de canciones italianas con acompañamiento de acordeón, guitarreos españoles y criollos apoyando á unas voces bravías que cantaban el amor y la muerte.
—Esto es el arca de Noé—afirmó el estanciero.
Quería decir la torre de Babel, según pensó Desnoyers, pero para el viejo era lo mismo.
También se ido hundiendo el American Dream, pero aquella Argentina a la que se iba a hacer las Américas se acabó del todo en en algún momento del siglo XX, aunque sea difícil determinar en qué preciso momento se jodió el Perú. Hubo un tiempo en que fue tierra de abundancia, prosperidad y paz.
—Sea por lo que sea, hay que reconocer que aquí se vive más tranquilo que en el otro mundo. Los hombres se aprecían por lo que valen y se juntan sin pensar en si proceden de una tierra ó de otra. Los mozos no van en rebaño á matar á otros mozos que no conocen, y cuyo delito es haber nacido en el pueblo de enfrente… El hombre es una mala bestia en todas partes, lo reconozco; pero aquí come, tiene tierra de sobra para tenderse, y es bueno, con la bondad de un perro harto. Allá son demasiados, viven en montón, estorbándose unos á otros, la pitanza es escasa y se vuelven rabiosos con facilidad. ¡Viva la paz, gabacho, y la existencia tranquila! Donde uno se encuentre bien y no corra el peligro de que lo maten por cosas que no entiende, allí está su verdadera tierra.
Las partes segunda y tercera de la novela se supone que son las sustanciales. Ciertamente Blasco Ibáñez no simpatiza con la causa imperial prusiana. El destino de los descendientes de una misma familia condenados a enfrentarse en el campo de batalla por causa de su nacionalidad genera una enorme tensión que mantiene en vilo al lector.
—Tal vez encuentres frente á ti rostros conocidos. La familia no se forma siempre á nuestro gusto. Hombres de tu sangre están al otro lado. Si ves á alguno de ellos… no vaciles, ¡tira! es tu enemigo. ¡Mátalo!… ¡mátalo!
En cuanto al problema de Alemania. Hay una parte en el que los personajes imperiales del militarismo prusiano empiezan a lanzar una combinación de ideas del siglo XIX y resulta interesante como parecen vaticinar lo que ocurrirá un par de décadas después:
El doctor von Hartrott, al explicar su visita, habló en español. Se valía de este idioma por haber sido el de la familia durante su niñez y al mismo tiempo por precaución, pues miró en torno repetidas veces, como si temiese ser oído. Venía á despedirse de Julio. Su madre le había hablado de su llegada, y no quería marcharse sin verle. Iba á salir de París dentro de unas horas; las circunstancias eran apremiantes.
—Pero ¿tú crees que habrá guerra?—preguntó Desnoyers.
—La guerra será mañana ó pasado. No hay quien la evite. Es un hecho necesario para la salud de la humanidad.
Se hizo un silencio. Julio y Argensola miraron con asombro á este hombre de aspecto pacífico que acababa de hablar con arrogancia belicosa. Los dos adivinaron que el doctor hacía su visita por la necesidad de comunicar á alguien sus opiniones y sus entusiasmos. Al mismo tiempo, tal vez deseaba conocer lo que ellos pensaban y sabían, como una de tantas manifestaciones de la muchedumbre de París.
—Tú no eres francés—añadió dirigiéndose á su primo—; tú has nacido en Argentina, y delante de ti puede decirse la verdad.
—¿Y tú no has nacido allá?—preguntó Julio, sonriendo.
El doctor hizo un movimiento de protesta, como si acabase de oir algo insultante.
—No; yo soy alemán. Nazca donde nazca uno de nosotros, pertenece siempre á la madre Alemania.
Luego continuó, dirigiéndose á Argensola:
—También el señor es extranjero. Procede de la noble España, que nos debe á nosotros lo mejor que tiene: el culto del honor, el espíritu caballeresco.
El español quiso protestar, pero el sabio no le dejó, añadiendo con tono doctoral:
—Ustedes eran celtas miserables, sumidos en la vileza de una raza inferior y mestizados por el latinismo de Roma, lo que hacía aún más triste su situación. Afortunadamente, fueron conquistados por los godos y otros pueblos de nuestra raza, que les infundieron la dignidad de personas. No olvide usted, joven, que los vándalos fueron los abuelos de los prusianos actuales.
Es curioso que en la segunda década del siglo este discurso ya sonara demencial para muchos y que en cambio quince o veinte años después y después de una gran derrota (o precisamente por eso) pudiese encontrar tantos adherentes.
De nuevo intentó hablar Argensola, pero su amigo le hizo un signo para que no interrumpiese al profesor. Este parecía haber olvidado la reserva de poco antes, entusiasmándose con sus propias palabras.
—Vamos á presenciar grandes sucesos—continuó—. Dichosos los que hemos nacido en la época presente, la más interesante de la Historia. La humanidad cambia de rumbo en estos momentos. Ahora, empieza la verdadera civilización.
La guerra próxima iba á ser, según él, de una brevedad nunca vista. Alemania se había preparado para realizar el hecho decisivo sin que la vida económica del mundo sufriese una larga perturbación. Un mes le bastaba para aplastar á Francia, el más temible de sus adversarios. Luego marcharía contra Rusia, que, lenta en sus movimientos, no podía oponer una defensa inmediata. Finalmente, atacaría á la orgullosa Inglaterra, aislándola en su archipiélago, para que no estorbase más con su preponderancia el progreso germánico. Esta serie de rápidos golpes y victorias fulminantes sólo necesitaban para desarrollarse el curso de un verano. La caída de las hojas saludaría en el próximo otoño el triunfo definitivo de Alemania.
Con la seguridad de un catedrático que no espera ser refutado por sus oyentes, explicó la superioridad de la raza germánica. Los hombres estaban divididos en dos grupos: dolicocéfalos y braquicéfalos, según la conformación de su cráneo. Otra distinción científica los repartía en hombres de cabellos rubios ó de cabellos negros. Los dolicocéfalos representaban pureza de raza, mentalidad superior. Los braquicéfalos eran mestizos, con todos los estigmas de la degeneración. El germano, dolicocéfalo por excelencia, era el único heredero de los primitivos arios. Todos los otros pueblos, especialmente los del Sur de Europa, llamados «latinos», pertenecían á una humanidad degenerada.
El español no pudo contenerse más. ¡Pero si estas teorías del racismo eran antiguallas en las que no creía ya ninguna persona medianamente ilustrada! ¡Si no existía un pueblo puro, ya que todos ellos tenían, mil mezclas en su sangre después de tanto cruzamiento histórico!… Muchos alemanes presentaban los mismos signos étnicos que el profesor atribuía á las razas inferiores.
—Hay algo de eso—dijo Hartrott—. Pero aunque la raza germánica no sea pura, es la menos impura de todas, y á ella le corresponde el gobierno del mundo.
Su voz tomaba una agudeza irónica y cortante al hablar de los celtas, pobladores de las tierras del Sur. Habían retrasado el progreso de la humanidad, lanzándola por un falso derrotero. El celta es individualista, y por consecuencia, un revolucionario ingobernable que tiende al igualitarismo. Además, es humanitario y hace de la piedad una virtud, defendiendo la existencia de los débiles que no sirven para nada.
El nobilísimo germano pone por encima de todo el orden y la fuerza. Elegido por la Naturaleza para mandar á las razas eunucas, posee todas las virtudes que distinguen á los jefes. La Revolución francesa había sido simplemente un choque entre germanos y celtas. Los nobles de Francia descendían de los guerreros alemanes instalados en el país después de la invasión llamada de los bárbaros. La burguesía y el pueblo representaban el elemento galo-celta. La raza inferior había vencido á la superior, desorganizando al país y perturbando al mundo. El celtismo era el inventor de la democracia, de la doctrina socialista, de la anarquía. Pero iba á sonar la hora del desquite germánico, y la raza nórtica volvería á restablecer el orden, ya que para esto la había favorecido Dios conservando su indiscutible superioridad.
—Un pueblo—añadió—sólo puede aspirar á grandes destinos si es fundamentalmente germánico. Cuanto menos germánico sea, menor resultará su civilización. Nosotros representamos la aristocracia de la humanidad, «la sal de la tierra», como dijo nuestro Guillermo.