«…y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde.»
Ha coincidido que la última entrada del año sea sobre el último episodio de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós. La décima y última novela de esta serie es Un faccioso más y algunos frailes menos, y la termino un día antes de que empiece el año centenario de la muerte del autor, en el que espero que me dé tiempo a leer la tercera serie.
Este episodio nos sitúa en 1833-1834 con Fernando VII a punto de morir y cambiando a última hora de opinión sucesoria. Siempre resulta curioso que el monarca que representa el absolutismo extemporáneo permitiese heredar a su hija Isabel, dando el trono a la España liberal y pasando su hermano, el tradicionalista Carlos María Isidro, de heredero a faccioso. La pragmática sanción de 1830 supone el inicio del carlismo como movimiento dinástico y político.
Su Majestad andaba con mucha dificultad, comía poco, dormía menos, y ya se le hinchaba una mano, ya una pierna. El vulgo, que le tenía por cadáver embalsamado, era en esta creencia menos necio de lo que a primera vista parecía, y en los ataques fuertes casi todo el Rey estaba dentro de vendas negras. Su mirada triste vagaba por los objetos, como depositando en ellos parte de aquella tristeza de que impregnado estaba. Su corpulencia era pesadez; su gordura hinchazón; su cara sonrosada de otros días, una máscara violácea y amarillenta que parecía llena de contusiones. La nariz colgante casi le tocaba a la boca, y en el pelo negro, como ala de cuervo, aparecían y se propagaban las canas rápidamente. Los negocios de Estado, en aquellos días más graves y espinosos que nunca, le aburrían y le preocupaban. La imagen de su hermano, que a veces le parecía un buen hombre a veces un hipócrita ambicioso, no se apartaba de su mente, sobreexcitada por el desvelo. Ya pensaba ablandarle con sus sentimientos fraternales, ya confundirle con las amenazas de Rey. Fue D. Carlos la persona a quien más quiso en el mundo, y había llegado a ser su espantajo, el martirio de su pensamiento, la fantasma de sus insomnios y el tema de sus berrinchines. Adivino de su próxima muerte, el Rey veía arrebatado a su sucesión directa aquel trono que quiso asegurar con el absolutismo. ¡Y era el absolutismo quien le destronaba! ¡La fiera a quien había alimentado con carne humana, para que le ayudara a dominar, se le tragaba a él, después de bien harta! ¡Cómo se reirían en sus tumbas, si posible fuera, los seis mil españoles que subieron al patíbulo para servir de cebo a la mencionada fierecita! Pues y los doscientos cincuenta mil que murieron en la guerra de la Independencia, en la del 23 y en la de los agraviados, ¿qué dirían a esto? ¡Justicia divina! si la mente de Fernando VII se poblaba con estas cifras en aquel tristísimo fin de su reinado y de su vida, ¡qué horrible mareo para hacer juego con la gota! ¡Qué insoportable peso el de aquella corona carcomida! Ya no eran el pueblo descontento ni el ejército minado por la masonería quienes atormentaban al tirano; eran el clero y los milicianos realistas, capitaneados por un hermano querido. La víctima antigua, inmolada sobre el libro de la Constitución con el cuchillo de la teocracia, no infundía cuidado; lo que perturbaba era el cuchillo mismo revolviéndose fiero contra el pecho del amo. ¡Oh, qué error tan grande haber sacado de su vaina aquella arma antigua cuando ya comenzaba a enmohecer!… El pobre Rey, a quien la Nación no amaba ni temía ya, debió, sin duda, los pocos consuelos de sus últimos meses al espíritu tolerante de su mujer, y si él no se dejaba arrastrar públicamente al liberalismo, sabía tener secretas alegrías cada vez que el Gobierno mortificaba a la gente apostólica. Su alma rencorosa hubiera llegado a la aceptación de las nuevas ideas, no por convencimiento sino por venganza, porque estaba harto de clérigos, harto de absolutismo, harto de camarillas, harto de su hermano, y si viviera más, hubiéramos visto un liberalismo verdugo, como antes vimos una teocracia cazadora de hombres.
Cuando por fin muere nos dice Galdós que «No ha habido Rey más amado en su juventud ni menos llorado en su muerte«. A rey muerto, rey puesto pero siempre pobre España. Entre las cosas menos trágicas, me divirtió mucho el capítulo XIII la inventiva latina de D. Rodriguín, o este diálogo entre D. Benigno y Dña. Sola del capítulo XVI que refleja qué podían pensar los habitantes del país del ferrocarril antes de la llegada del invento:
-Ya no recuerdo cuánto se tarda de aquí a Madrid.
-Pues no es mucho. Tomaremos el coche de Peralvillo, que es el que va más pronto. ¿No sabes la novedad que hay en el mundo? Pues ahora han inventado en Inglaterra unas máquinas para correr, un coche diabólico que va como el viento, y anda, anda… No sé lo que anda; pero si hubiera uno desde Toledo a Madrid, iríamos en dos horas.
-¡En dos horas! Eso es fábula.
-¿Fábula? Me lo ha dicho D. Salvador, que lo ha visto.
-¿Él ha visto esa máquina?
-Y ha andado en ella.
-¿Él ha andado en ella? Será cosa magnífica.
-Figúrate…
D. Benigno se detuvo, y con la complacencia que producían en él las maravillas de la naciente industria del siglo, se preparó a dar a su hija explicaciones demostrativas, para lo cual puso horizontal el bastón y deslizó los dedos sobre él.
-Figúrate que hay en el suelo dos barras de hierro donde se ajustan. las ruedas de unos enormes coches… así como casas. Estos coches van atados unos a otros. A poco que les empujen, como las ruedas se ajustan a las barras de hierro, ¡zás! aquello corre como una exhalación.
-Ya entiendo… las mulas…
-Si no hay mulas, tonta… Ya te lo explicará D. Salvador, que ha montado en esos vehículos. Esa diablura la han puesto los ingleses entre un pueblo que llaman Liverpool y otro que nombran Manchester. Dice D. Salvador que aquello es volar.
-¡Volar! ¡Soberbia cosa!… -exclamó Sola con entusiasmo-. Decir «quiero ir a tal parte ahora mismo» y…
-Y salirse uno con la suya. Pues, te dirá: no hay caballos. Todo aquel rosario de coches está movido por un endemoniado artificio o mecanismo, que tiene dentro fuego y vapor, y sopla que sopla, va andando. Yo no sé cómo es ello. Me lo ha explicado D. Salvador; pero no lo he podido entender.
-¿Y esa manera de ir acá y allá no se pondrá en otras partes?
-Sí, dice nuestro amigo que se va extendiendo; que en Inglaterra están haciendo más de esos benditos caminos de hierro, y que en Francia, van a empezar a ponerlos también.
-¿Y en España, ¿no los pondrán?
Cordero dio un suspiro.
-Ahora va a empezar una guerra, si Dios no lo remedia -dijo con tristeza.
La acción politica se acerca al país vasconavarro y eso me ha dado la oportunidad de indagar en la biografía de Joaquín Julián de Alzáa, que levantó Oñate para la causa carlista y su captor en 1848, Juan Antonio de Urbiztondo, que después fue Capitán General de las Filipinas e incorporó el archipiélago de Joló a las posesiones españolas. Guipuzcoanos que si no olvidados no están muy presentes,
La parte del título que trata de los frailes menos hace referencia a la matanza de religiosos que se produjo el 17 de julio de 1834, a consecuencia de la llegada del cólera a Madrid y ciertos rumores sobre envenenamiento de aguas. Los que conozcan los entresijos de la guerra de 1936 en la capital verán unos cuantos temas comunes. En Irlanda suelo mencionar la fuerte tradición anticlerical española como aspecto sociológico diferencial para hacer contrapeso frente a las no menos ciertas similitudes que se dan entre países de tradición católica.