La revolución española de 1936
Llevaba algún tiempo detrás de este volumen, La revolución española vista por una republicana, escrito por Clara Campoamor desde el exilio a finales de 1936. La principal impulsora del derecho al voto de la mujer durante el periodo de la República tuvo que escapar del Madrid controlado por el bando republicano (aunque menos por el Gobierno que por las milicias y los chequistas) para evitar perder la vida en uno de los «paseos» que se habían convertido en cosa cotidiana. A mi modo de ver esto la sitúa en la tercera España a pesar de los esfuerzos de algunos partidos políticos actuales para apropiarse de su figura. Ella explica cómo fue aquello en un artículo publicado en La Republique (20-01-1937):
Dejé Madrid a principios de septiembre. La anarquía que reinaba en la capital ante la impotencia del gobierno y la absoluta falta de seguridad personal, incluso para los liberales -o quizás sobre todo para ellos- me impusieron esa prudente medida… Si la gran simpatía que uno siente siempre por quienes se defienden puede ir hasta explicar los errores populares, se niega en llegar hasta el sacrificio oscuro e inútil de la propia vida. Se sabe también que los autores de los excesos, o los que han tolerado que se cometan, siempre encuentran excusas aunque sólo consistan en pretender que hay que juzgar las revoluciones en su conjunto y no en sus detalles, por elocuentes que sean. ¡Y yo no quería ser uno de esos detalles sacrificados inútilmente!
Este artículo es uno de los interesantes anexos que contiene el libro. He descubierto que la parte principal es traducción de lo que hoy se tiene por el original, que está en francés. A falta de que se descubra un manuscrito o unas notas anteriores en castellano le ocurre lo mismo que a lo de Barea, que aunque la obra haya sido pensada en español, el documento que se conserva como original está en otro idioma, en el caso de don Arturo en inglés. La traducción de Luis Español parece cuidada y sólo han aparecido para desasosegarme un sol que se acuesta en vez de ponerse y un par de subordinadas adjetivas en las que en español usamos el posesivo mientras que los franceses las forman con el artículo determinante. Como es una sexta edición debe de estar mejor cuidada que las anteriores, aunque por sacar algún fallo falta la duodécima nota a pie de página (repetida está la oncena).
Creo que hay obras que expresan mejor lo que fue la segunda mitad de 1936 en el Madrid revolucionario y sitiado, pero la perspectiva de una protagonista de la etapa inmediatamente anterior tiene un valor intrínseco. Como no tengo demasiado que comentar recojo unos cuantos fragmentos que me llamaron la atención.
Vivimos un periodo mucho menos oscuro de la historia, en cambio resulta inevitable no fijarse en ocasiones en las que parece rimar (108):
Fueron las consignas, dócilmente seguidas en España como en cualquier otra parte por los marxistas. a los que en parte secundaron los ciegos republicanos de izquierda, quienes hicieron surgir el partido fascista de la nada en la que se encontraba.
Realmente la expresión «fascismo» no me parece que sirva para explicar nada del mundo actual e incluso en años los treinta de España era más que discutible que se tratara de eso (132):
[…] Prieto habló del «movimiento insurreccional extenso y complejo cuyos objetivos y alcance nos son totalmente desconocidos».
Por tanto se ha confesado oficialmente que no se atribuía un objetivo absoluta o totalmente fascista al movimiento iniciado.
También desde el otro bando niegan, no sin motivo, a los elementos gubernamentales la condición de representantes puros y auténticos de la democracia.
Añadamos que los insurrectos mostraron al principio muy poca unidad. Así, las emisiones radiofónicas de las diversas capitales sublevadas terminaban con himnos distintos: mientras que en Burgos se tocaba el himno fascista, en Sevilla se interpretaba el himno de Riego (himno nacional republicano) y en otras se emitían simples marchas militares. Sólo al cabo de tres semanas dejó de oírse el himno de Riego sin que, por otro lado, se interpretara en todas partes el himno fascista. Lo mismo ocurrió con la bandera: en todas las provincias sublevadas siguió enarbolándose la bandera tricolor de la República. Sólo tras el 15 de agosto -un mes después del alzamiento- la bandera fue sustituida por la antigua bandera española, sobre la que se conservó el escudo republicano en lugar del escudo monárquico.
¿Fascismo contra democracia? No, la cuestión no es tan sencilla. Ni el fascismo puro ni la democracia pura alientan a los dos adversarios.
Una idea que sí que puede tener largo recorrido es la de España como país de opinión, con niveles bajos de compromiso político y escaso sentimiento de responsabilidad por las malas decisiones a las que uno ha contribuido (137):
Consideremos primero dos características políticas de España: la dirección política de las masas y luego el estado de madurez democrático de esas masas, es decir, la medida en la que son capaces de entender las consecuencias inevitables de su actividad electoral.
En lo que se refiere al primer punto, observamos que España no es un país de partidos sino un país de opinión. El número de inscritos en Madrid, entre los dos grandes partidos -Izquierda Republicana y socialistas- es muy elocuente en este sentido.
El siguiente párrafo sobre el deterioro de las condiciones materiales y estéticas de la vida me ha recordado a uno muy citado de Agustín de Foxá que ya cité en su día. Madrid de corte a cheka se hace uno una mejor idea de conjunto que en esta memoria personal (160):
Una tropa, de la que los periódicos alababan la actividad, llamada «Escuadrilla del Amanecer» porque empezaba su triste labor a la una de la madrugada, efectuaba registros y arrestos.
No se veía en las calles un solo sacerdote porque aquellos que se habían arriesgado a salir durante los primeros días habían sido exterminados. Las monjas que habían sido expulsadas de orfanatos y hospitales tuvieron que huir vestidas de civil. Como su cabello corto estaba de moda, pudieron pasar desapercibidas. Los ciudadanos que, siendo funcionarios o empleados, debían forzosamente salir a la calle, lo hacían disfrazados de «descamisados».
Madrid, la ciudad coqueta por excelencia donde, por tradición, las mujeres cuidan su peinado y su calzado, pareció transformada por la varita de una bruja fea y mala. El sombrero femenino considerado como un tocado «burgués» fue desterrado. Nadie osaba llevarlo por la calle y las pocas mujeres que se empeñaron en hacerlo tuvieron que claudicar ante las miradas desconfiadas y las amenazas.
Madrid ofrecía un aspecto asombroso: burgueses saludando levantando el puño y gritando en todas las ocasiones el saludo comunista para no convertirse en sospechosos, hombres en mono y alpargatas copiando de esta guisa el uniforme adoptado por los milicianos; mujeres sin sombrero; vestidos usados, raspados, toda una invasión de fealdad y de miseria moral, más que material, de gente que pedía humildemente permiso para vivir.
La gente que en tiempo normal llenaba las calles y las terrazas de los cafés, yacía bajo tierra o se disfrazaba.
Por último dejo un fragmento bastante extenso en el que puede percibirse la clarividencia de la autora (211). Para calcular bien cómo puede ser el futuro es condición necesaria comprender el presente. Es un juego que hay quien ni con la partida acabada lo entiende.
Ya hemos observado, desde el punto de vista de la política futura de España, que la división tan sencilla como falaz hecha por el gobierno entre fascistas y demócratas, para estimular al pueblo, no se corresponde con la verdad.
La heterogénea composición de los grupos que constituyen cada uno de los bandos, tal y como expusimos en las primeras páginas de este libro, demuestra que hay al menos tantos elementos liberales entre los alzados como anti demócratas en el bando gubernamental.
A la izquierda, socialistas y comunistas se han impuesto a los republicanos y ahora mandan ellos. Los sindicalistas y los anarquistas han sido el talón de Aquiles de la defensa gubernamental y serán los que saquen provecho de la resistencia.
A la derecha, la unión aparente mantenida con mejor táctica durante los trascendentes días de combate, empieza a debilitarse en el mismo instante en que se vislumbra la posibilidad del éxito final. El esfuerzo de conciliación intentado por la Junta de Burgos se ha revelado inútil. Se había nombrado al general Franco jefe de Estado, vaga y atractiva fórmula, y al mismo tiempo algunos jefes anunciaban un plebiscito para el momento en que se restableciera la tranquilidad, con un programa en que se acumulaban todas las teorías teocráticas y sociales de los cuatro grupos principales: monárquicos absolutistas, monárquicos constitucionales, fascistas y republicanos de derechas.
Fueron los carlistas, fuerzas extremas de la derecha, los que han hecho el primer gesto al rechazar ese programa general y tratando de imponer su vieja doctrina teocrática, pretensión que, si se puede conciliar con otros programas, se opone frontalmente al de los republicanos y sobre todo al de los monárquicos constitucionales de la última dinastía.
La «Junta de Gobierno» de Burgos ha tenido que permitir la publicación del manifiesto carlista, porque se encuentra en una situación delicada y no puede permitir que se agriete el conjunto de sus ejércitos que comprenden unos efectivos de al menos 40.000 carlistas.
La lucha ha empezado entre los alzados. Y también entre los republicanos, socialistas-comunistas y anarcosindicalistas en el grupo de las izquierdas.
Los rostros de las fuerzas antagónicas reflejan su heterogénea composición como en un espejo deformante, anunciando nuevas disputas internas en el grupo vencedor.
Esa tendencia a la división, a las facciones, a los matices, al espíritu individualista, es lo que ha hecho que España ofrezca tan escasa disposición para sistemas de bloque como el fascista o el comunista.
En el terreno de las armas, el resultado definitivo de la guerra civil española queda todavía lejos. Pero la gran desgracia de esta lucha fratricida -torpemente provocada por la debilidad del Frente Popular ante el desorden, lucha desencadenada con ligereza por los militares en un momento en que la situación internacional hacía prever complicaciones, y prolongada por los gubernamentales que rehusaron aceptar un gobierno de composición-, la gran desgracia, repetimos, consiste en que la víctima de esa lucha será la República plebiscitaria de 1931. Y sin embargo, cualesquiera que sean sus errores, sólo en ella albergábamos la esperanza de una renovación democrática y social.
Si el porvenir trae la victoria triunfal de los ejércitos gubernamentales, ese triunfo no llevará a un régimen democrático, ya que los republicanos ya no cuentan en el grupo gubernamental. El triunfo de los gubernamentales sería el de las masas proletarias, y al estar divididas esas masas, nuevas luchas decidirán si la hegemonía será para los socialistas, los comunistas o los anarcosindicalistas. Pero el resultado sólo puede significar la dictadura del proletariado, más o menos temporal, en detrimento de la República democrática.
Si, como ya hemos indicado, las causas de la debilidad de los gubernamentales llevan a la victoria de los nacionalistas, éstos habrán de empezar por instaurar un régimen que detenga los enfrentamientos internos y restablezca el orden. Ese régimen, lo suficientemente fuerte como para imponerse a todos, sólo puede ser una dictadura militar.
Pero si la dictadura militar, como lo vimos durante el periodo de 1923 a 1930, es una forma de gobierno fácil de imponer, es muy difícil salir de ella. Se dirá que otros países viven desde hace años bajo una dictadura militar y les va muy bien. Sin embargo no conviene olvidar que España ya ha sufrido ese régimen… Fueron esos siete años de dictadura los que separaron de la monarquía al pueblo y los que trajeron la República. En consecuencia el experimento ha fracasado.
Cierto es que tras el desastre nacional causado por esta lucha y sus excesos, mucha gente, incluso republicanos y liberales, se resignará, en interés del país, a aceptar cualquier régimen transitorio sólo con que restablezca el orden y que emprenda la tarea de reconstruir el país y de restablecer las jerarquías espirituales, demasiado pisoteadas por la debilidad de los republicanos de izquierda. Porque no hay que olvidar que no solamente se ha perseguido a los elementos considerados como enemigos de la República sino también a sus partidarios, perseguidos por grupos políticos que a la manera de los clanes primitivos buscaban la muerte de todo aquel que se opusiera a su jefe.