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A principios de cada año suelo consultar las obras de los autores que han quedado libres de derechos. Este 1 de enero pasan al dominio público las obras de los fallecidos en 1942. El más destacable a mi modo de ver sería Miguel Hernández. He estado ojeando unos cuantos archivos y he acabado leyendo de un tirón «El Rif en sombras (lo que he visto en Melilla)» de Juan Guixé (1886-1942). Trata la situación de Melilla en 1921 tras el desastre de Annual.
Libro escrito al dictado de la trágica actualidad de aquellos momentos que se comparan con el trasfondo histórico de los hechos de 1898 y 1909. Las reflexiones relativas a la presencia española en el protectorado cuyo abandono ya se planteaba por entonces tienen ya poca vigencia incluso en lo relativo al potencial civilizador de España en el norte de África a través del mero comercio. Me interesaron más las críticas veladas a la primera autoridad del país y a ciertos malos hábitos que hicieron de la mal planteada presencia en el protectorado algo incluso peor de lo que debería haber sido. Me limito a copiar unos cuantos párrafos ilustrativos:
El desplome de la comandancia militar de Melilla ocurrió en julio de 1921 y la situación semanas después no había mejorado a pesar de la acumulación de tropas:
Hacia fines de agosto la situación de Melilla, a pesar de las expediciones diarias de pertrechos y de que habían desembarcado cerca de 60.000 hombres, era la misma. La incógnita continuaba sin despejar y la pregunta ¿por qué no se avanza? estaba en todos los labios. Transcurrió el tiempo y nuestras tropas seguían inmovilizadas. ¿Qué pasaba? Ya lo sabíamos algunos, aunque la censura no nos lo permitía decir: que no había municiones de artillería en cantidad suficiente para el suministro de un ejército de 60.000 hombres. Hacían falta, según cálculos de Berenguer, 50.000 proyectiles de cañón; pero no los tenía España y se estaban fabricando a toda prisa- Las espoletas hubo que encargarlas en Alemania y Suecia. Nuestro ejército no avanzaba porque no tenían principalmente las municiones necesarias. Tampoco instrucción ni organización. Ese era el secreto. Los generales temían que los soldados, sin foguear ni entrenar, “chaquetearan” (retrocedieran). ¿Y qué hubiera pasado entonces? Que los moros habrían entrado en Melilla y deshecho nuestro segundo y flamante ejército de ocupación.
La segunda parte de esta desconsoladora verdad la ha revelado o la ha repetido el conde de Romanones en su intervención en el debate político. Resulta que después de lo de Annual, aunque España tenía hombres, no tenía proyectiles de cañón; pero tenía 871 generales y 20.671 jefes y oficiales (las cifras son del,Anuario Militar). ¿Que no hay dinero para ejército? En el presupuesto de 1921 a 1922 se consigna la cifra de 1.162 millones para los cuerpos armados. De donde resulta que a mediados de agosto del año que corre había veintitantos mil jefes y oficiales y se gastaban más de mil millones en atenciones del ejército; pero España no pudo formar dos divisiones, una división que fuese a Monte Arruit. He aquí por qué no se fué en socorro de Navarro (pp. 105-106)
Sobre el peculiar microcosmos que era la sociedad melillense de la época:
Los primeros días de la catástrofe se oían claramente los improperios, las vociferaciones, las acusaciones mutuas entremezcladas con los gritos de venganza contra el moro. La población civil, muchas clases y algunos jefes y oficiales y soldados levantaban los puños en alto indignados, gritando: “¡cobardes!, ¡cobardes!”.
La primera impresión que recibió el autor fue que Melilla era un avispero de odios, de indisciplina y de rivalidades. Los vicios de cualquier población de Andalucía de tercero o segundo -orden estaban allí agravados, porque en cualquier población civil- como el número de personas acomodadas y de la clase media es enormemente más reducido, unas clases se equilibran con las otras; los vicios de unas las purifican las demás y viceversa, en una especie de armonía compensadora. Allí, no. En general todo era clase media y soldados convertidos para el caso en ordenanzas o asistentes. Yo he presenciado más de una vez cómo un oficial detenía al primer soldado que pasaba delante de la terraza del café, para mandarle realizar cualquier comisión doméstica o de servidumbre o de recadero. Yo me preguntaba, como es natural, si los soldados son criados o soldados. Yo creo que las ordenanzas no prescriben que. un soldado pueda ser mandado a llevar aviso de que el señorito no come aquel día en casa o cosa por el estilo y que para eso existen los asistentes. Es la eterna arbitrariedad del español que toma por cosa propia lo que es del Estado o que emplea la autoridad que le confiere, la patria en su uso personal. Eso lo vemos todos los días en las oficinas y en las plataformas de los tranvías. (pp. 139-140)
Melilla ciudad de vicio y vicios:
En la Melilla de Silvestre—no sé en la anterior—eran frecuentes las broncas (otra palabra sucia) entre oficiales y suboficiales y sargentos. Entre éstos y aquéllos existía un verdadero odio y una rivalidad juerguística, como pude observar enseguida. Los sargentos no querían a los oficiales, no sé si justa o injustamente, y los oficiales miraban con enorme recelo y desprecio a los sargentos.
Los sargentos los tildaban de “militares de salón” y de otras cosas. Eran frecuentes, como resultado de ese odió latente, las riñas entre ellos, al encontrarse en los antros de placer. Cuando varios sargentos veían ocasión en una casa de juerga, de abofetear a un oficial, se lanzaban a la obra con la mayor voluptuosidad. Había, por esto, declarada una verdadera guerra de guerrillas en que el resultado eran los palos, las bofetadas, los botellazos. en la impunidad. El autor ha visto casos de éstos y sacó de ellos la impresión de que España está totalmente gangrenada y moralmente encanallada (p. 145)
El párrafo del libro que destacaría casi cualquiera a la vista de cómo acabaron las cosas dos décadas después:
Ante eso, se pone uno a pensar qué sería de España bajo un Gobierno militar. Muchas veces hemos oído entonar alabanzas por personas que se,tienen por serias a las ventajas de una dictadura de ese género en nuestro país, para acabar con el desorden y el desbarajuste administrativo, que a la postre, es inmoralidad.
Pocos españoles habrá que, por no haberlo pensado bien, o por un sentimiento de asco y desesperanza ante el fracaso de nuestros políticos y profesionales de la política, no hayan caído en la tentación de esa novedad, como un mal menor. Pues bien, ante lo que se ve y se dice—y claro que no se comprueba—en Melilla, asusta pensar lo que sería España bajo semejante sistema de Gobierno. Precisamente lo que asusta, lo que pone los pelos de punta al que pasa por Melilla, es el sentirse sin garantía ninguna frente al militar, y no al fuero militar. Allí tiene que ser uno mudo y ciego. Ver, oír y callar, y disimular cuando se ve, es lo que debe practicar todo -el que aspire a vivir en Melilla con relativa tranquilidad. Se está en una plaza militar y boca abajo todo el mundo… menos los militares de cierta graduación. (pp. 146-147)
La Melilla de los no tan felices veinte en cuatro líneas:
Melilla es una plaza militar; pero no encuentro en ella nada de ese ordenancismo cuartelario que hace las delicias y provoca los entusiasmos de algunos partidarios de una dictadura de generales y coroneles. Al contrario, Melilla es como una ciudad de provincia donde falta el freno religioso, y con una mezcla de judaísmo, bereberismo y flamenquismo que le quitan toda personalidad, y al propio tiempo con una indolencia parasitaria. Cafés, casinos, bares, casas de prostitución, fondas, hospederías y cuarteles, eso resalta más que nada. (p.154)
Lamento que la figura del autor del libro no goce de mayor reconocimiento. Me ha costado encontrar datos biográficos del leridano Juan Guixé Audet. Sin entrada en la Wikipedia a día de hoy, cosa extraña para el autor de una docena de libros, en una página oficial lo confunden con su hijo Juan Guixé Cañizares pero creo que estas líneas corresponden a su biografía:
Seguidor de Ortega y Gasset y de Manuel Azaña. Dirigió, en Madrid, La Palabra Libre y La Jornada, y fue secretario de redacción de España, El Imparcial y El Liberal. Fue uno de los directores de la publicación La Voz de Guipúzcoa y director de La Calle, Revista gráfica de izquierdas, además también colaboró en Heraldo de Madrid o Leviatán. Realizó numerosos viajes a Marruecos y varios países europeos. Fue Jefe del gabinete de prensa nacional y extranjera del Ministerio de la Gobernación. Entre los libros que escribió cuentan Problemas de España (ensayos), Idea de España, La nación sin alma. También fue autor de dos novelas: Sangre azul y El lenguaje de los ojos. Asimismo realizó versiones españolas de obras de autores como Valmiki o Joseph Conrad. Tras la derrota republicana se exilió en Chile, donde retomó su labor periodística, colaborando en revistas como España Peregrina, Revista de las Indias o Atenea.