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Una serie de casualidades me puso en la pista de Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri (1906-2001), novela cuyo título no recuerdo haber oído hasta hoy. Primero estuve hablando bastante rato con una compañera venezolana, ya después del trabajo y por casualidad me encontré un artículo sobre la independencia de su país y quise saber quienes son o fueron los mantuanos. Así descubrí que tanto Las lanzas coloradas (1931) como Los amos del valle (1979) de Herrera Luque son novelas en las que aparece representada esta clase social. Algo más tarde encontré en redes sociales el alegato de una dama contra el uso político feminista de la lengua. Esta señora se revindicaba en una educación tradicional que incluía el haber leído la Doña Bárbara de Rómulo Gallegos y la novela que nos ocupa y que esta misma tarde me he visto impelido a leer.
Si mi ignorancia no fuera compartida creo que es una obra que debería tener mayor reconocimiento en España. Acaso lo tenga en Venezuela. Una novela de unas 160 páginas ofrece la extensión ideal para afrontar con alumnos de secundaria algunos de los temas clave de nuestra historia compartida.
Por ejemplo este párrafo como de inicio de saga en el que ni de color negro ni rosado se despliega la historia que ha sido llamada conquista, encuentro e invasión y que no es sino la epopeya de la creación de nuestra América:
Cuando la tierra de Venezuela era sólo selva intrincada y llanura árida, comenzaron a abrir el camino del hombre los encomenderos.
Eran duros, crueles, ásperos, ávidos de oro, y, sin embargo, también como iluminados de una divina misión.
De España llegaban los galeones lentos que aran el mar y en la primera costa se dispersaban como un vuelo de pájaros altaneros.
Fueron tiempos heroicos. Íbanse unos a Coro a establecer su solar, otros se quedaban en una sierra de la costa, otros llegaban a Cumaná, algunos penetraban hacia el centro, y todos adquirían su encomienda de indígenas, erigían una horca, fundaban una ciudad, y con los indios indolentes se daban a romper la tierra virgen para buscar oro o para sembrarla.
Algunos se quedaban en las guarniciones, a algunos mataban las flechas o las fiebres, alguno envejecía pobre soñando con una expedición a El Dorado fabuloso.
Entre ellos vino don Juan de Arcedo, matachín, jugador y arrogante.
Ayer mi hija me había informado de que los tigres son más grandes que los leones y sólo pude contrarrestar su superioridad en ese campo con el dato de que cuando los españoles llegaron a las Américas (donde no había tigres) utilizaron ese nombre antes de adoptar los de los indígenas para referirse no sé si al jaguar o al puma. Un párrafo bello:
Salió de hondas mesetas, pasó tierras interminables, en las que los árboles no deja entrar el sol, montañas de sombra verde. Vio pájaros como joyas, parásitas gigantes, tigres de seda amarilla, venados blancos. Atravesó llanuras, sin ver en días enteros otra cosa que la llanura desnuda. Cruzó ríos anchos como el mar, donde duermen todas las lluvias. Bajo sus pies, el mundo daba vuelta. Venía de lejos.
El momento histórico de la independencia de las colonias americanas contiene todo tipo de elementos de state-building y nation-building. Hubo una reflexión del protagonista Fernando Fonta en la que parece que Uslar Pietri quisiera adelantarlo dos siglos a la noción de «comunidad imaginada» de Benedict Anderson:
– ¿Dónde queda Aragua?
– En la provincia de Caracas, de la Capitanía General de Venezuela.
– ¡No! No en la Capitanía General, sino simplemente en Venezuela.
Venezuela es su patria, y por ella está obligado a dar su sangre. Todos los hombres que han nacido sobre este territorio son sus hermanos, y por el bienestar de ellos está obligado a batallar; y todos los hombres que han nacido fuera del territorio son extranjeros y no deben tener mando ni intervención sobre esta tierra que es nuestra.
Aquellas palabras lo arrancaban del círculo de sus pensamientos ordinarios. Sabía que la tierra de «El Altar» era suya, pero nunca llegó a pensar que entre él y toda la extensión que el nombre de Venezuela abarca pudiera existir un nexo, un nexo tan profundo como para obligarlo a dar su vida.
Era un sentimiento un poco confuso, pero en cierto modo agradable. Todos los hombres que en ese instante nacían sobre aquella tierra, que sólo conocía en escasa parte, estaban ligados a él y trabajaría gustoso por ellos aun cuando no llegara a conocerlos nunca.
Eso era la patria. La sangre de los hombres une y amasa la tierra vasta y dispersa. La une y la hace tierna como carne.
Acababa de atraparlo una súbita atadura. Empezaba a hallar diferentes los hombres que lo rodeaban; le parecían de pronto cambiados, transfigurados, ungidos de fraternidad ciega.
Acababa de nacerle una porción gigantesca del sentimiento. Hubiera querido besarlos a todos, demostrarles de un modo desusado la sinceridad de su emoción.
Y por contraposición a la visión romántica, una mucho más material de la idea de patria y bastante más realista sobre lo que son las guerras civiles y las de liberación. Este fragmento me parece especialmente recomendable en el día que un vicepresidente del gobierno de España ha mostrado su ignorancia militante sobre otra guerra más reciente en la que también pasaron estas cosas:
Campos mandó hacer alto y destacó un hombre para allegar informes. Aún no había decidido su conducta. Hasta ese instante había obrado sin recapacitar. Sólo sabía que iba para la guerra. Pero aún ignoraba si sería realista o republicano.
Mientras regresaba el emisario, llamó a uno de sus oficiales:
– Mira, Natividad; ven acá.
– A la orden, jefe
– ¿Qué te parece esta vaina?
– ¿Cuál?
– ¡Guá! Ésta de habernos alzado.
Natividad temía responder algo que estuviera en desacuerdo con el pensamiento de Campos.
– Muy bien hecho. ¿Hasta cuándo íbamos a aguantar?
– Ahora estamos arriba, Natividad.
Los de abajo, que se acomoden.
El otro rió con malicia; rieron los dos, celebrando sus ideas siniestras.
– Bueno, Natividad. Pero tú no has pensado una cosa. ¿De qué lado nos vamos a meter?
– ¿Cómo, de qué lado?
– ¡Guá! De qué lado? Si nos hacemos godos o republicanos
Natividad guardó silencio un instante.
– Bueno, mi jefe, ¿y qué diferencia hay?
– ¡Mucha! ¡Cómo no! Tú no ves: los godos tienen bandera colorada y gritan: «¡Viva el rey!».
-Eso es.
-Mientras que los insurgentes tienen bandera amarilla y gritan: «¡Viva la libertad!»
-¡Ah, caray! ¿Y qué escogemos?
Otro de los oficiales, Cirilo, que había estado oyendo, se aproximó
-Nadie me ha llamado, pero yo voy a meter mi cuchara. Ésas son tonterías. ¿Qué nos ofrecen los insurgentes? ¿Libertad? ¡Ya la tenemos!
– Eso también es verdad -comentó Natividad
– ¿Y la patria? -agregó riendo Presentación Campos.
– ¡Qué patria, ni qué patria de mis tormentos! ¿Qué me ha dado a mí la patria? Eso es para asustar a los muchachos. Si usted me permite le hago una comparación.
-Echala.
-Ahí va, pues. A mí, eso de la patria me suena lo mismo que eso del amor. ¿Usted no ha visto por ahí, pues, esas gentes que se enamoran, y andan suspiro y suspiro y no consiguen nada? Pues, lo mismo. La patria es un puro suspiro. No hay que enamorarse, sino barajustarle a la mujer.
Todos rieron estruendosamente celebrando la comparación.
– ¡Ah, hijo e puya este Cirilo!
– Por mi parte -dijo Natividad-, yo creo una cosa. Los godos tienen mucho tiempo mandando y ya están ricos y buchones. Con ellos se puede conseguir algo. Mientras que los insurgentes están más arrancados que un huérfano. Con esa gente no se consigue sino hambre.
A esta razón regresó el hombre destacado para espiar. El pueblo no tenía guarnición, las gentes eran pocas y desarmadas, y había una pulpería con muchos víveres.
Después de oír los informes, Campos se acercó al grueso de su gente.
-Bueno, pues, muchachos. ¡Vamos a ver si es verdad! Ahí está ese pueblo, desarmado y con bastantes cosas.
Cuadren el círculo los defensores de las identidades oprimidas. Presentación Campos era un esclavo que acaba de emanciparse, pero ya ha perpetrado violencia de todo género y acciones de las más innobles que uno pueda imaginar, lucha contra la independencia del país, pero la independencia del país son los intereses de la clase criolla que quiere mantener la esclavitud. Así las guerras civiles.